Existe un hipotético miembro del
sistema solar que merece la pena mencionar ya que su existencia, aunque
improbable, desmontaría muchas de las ideas más arraigadas acerca del Sol. Se
trata de la presunta «compañera solar masiva», si bien en muchas de las teorías
más exóticas que defienden su existencia recibe otro nombre, el de la diosa
griega de la venganza divina, Némesis.
Nuestro Sol, por lo demás una
estrella corriente, tiene una característica notable: su presencia solitaria en
el espacio. La mayoría de estrellas de nuestro cielo han resultado ser miembros
de sistemas binarios. Unas están acompañadas de estrellas tan luminosas o más
que ellas; otras danzan con los restos densos de compañeras muertas, en otro
tiempo masivas, y algunas continúan su vida con normalidad, sin ser perturbadas
apenas por la presencia de minúsculas estrellas enanas que pueden orbitarla
hasta un año luz de distancia.
¿Y si el Sol tuviera, realmente,
una compañera de esta última categoría? Las débiles enanas rojas y las enanas
marrones (astros de tamaño intermedio entre los planetas mayores y las
estrellas más pequeñas) son difíciles de detectar incluso con instrumentos
modernos y una pequeña estrella lejana, en una órbita de muchos millones de
años, no se delataría por su influencia gravitatoria. La existencia de una de
tales estrellas sirve de base a una de las teorías científicas modernas más
audaces.
Desde el descubrimiento, en
1.979, de un raro elemento, el Iridio, en rocas de todo el mundo en el límite
entre los períodos geológicos del Cretácico y el Terciario, se ha aceptado
generalmente que el impacto de un gran cometa coincidió con la desaparición -y
contribuyó a ella- de los dinosaurios y del 85 por ciento de las especies
terrestres de nuestro planeta, hace 65 millones de años. La historia de la
Tierra está salpicada de tales extinciones en masa y, por ello, los geólogos
empezaron pronto a investigar si todas estas catástrofes evolutivas podían
estar ligadas a impactos con cuerpos procedentes del espacio. Se encontraron
más cráteres, que se dataron en los periodos correspondientes, pero todavía
existe controversia sobre si estos impactos, por si solos, pudieron causar la
devastación biológica de una extinción masiva. Aun más discutida resulta la afirmación
de algunos científicos de que las extinciones masivas y los cráteres
principales se producen a intervalos regulares de unos 26 millones de años.
La idea de que las extinciones
sigan ciclos regulares todavía es una opinión minoritaria pero, si resultara
cierta, no existe ningún mecanismo terrestre que pueda explicarla, por lo que
los científicos apuntan a las estrellas y a los largos ciclos de órbitas
estelares. Si los grandes cráteres de impacto siguieran ese mismo ciclo, la
mejor explicación sería que algo en orbita elíptica perturbara la Nube de Oort
a intervalos regulares. Una órbita de 26 millones de años sería excesivamente
grande para un objeto de tamaño planetario, pero aceptable para una débil
estrella enana.
Los defensores de tal teoría han
llamado Némesis a esta «estrella muerta». Si existe, aunque se trate de una
mortecina enana marrón, debería quedar al alcance de los telescopios modernos,
pero se trata de saber dónde buscar, Némesis podría acechar en cualquier rincón
del cielo y su órbita sería tan lenta que no ofrecería pistas gravitatorias
para su localización.
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