En
un tratado de hace unos lustros nos responderían que se debe acudir al
psiquiatra cuando se padece una enfermedad mental. En realidad, la psiquiatría
contemporánea se ocupa también de problemas que no son «enfermedades mentales»
en sentido estricto. Además acuden a los servicios psiquiátricos personas
desorientadas que no precisan para nada este tipo de asistencia y estorban en
una consulta, en la que lógicamente se las rechaza. En el mundo occidental, en
pocos años se ha pasado de no llevar al enfermo al psiquiatra más que en casos
de suma gravedad, cuando tenerlo en casa era insoportable (y en muchas
ocasiones se había perdido ya la posibilidad de curación), a tener una
esperanza desmedida en las posibilidades de la psiquiatría.
Además
de los pacientes que sufren trastornos de las funciones psíquicas, debidos a
alteraciones orgánicas del cerebro, como ocurre en las demencias seniles, en
los subnormales congénitos o en los traumatizados craneales, existen otros que
son víctimas de enfermedades, como la esquizofrenia, en las que aún no se ha
descubierto con claridad la lesión orgánica que altera el psiquismo, pero hay
motivos para suponer que existe. Todas estas dolencias se llaman psicosis y son
las auténticas «enfermedades mentales».
El
sector más numeroso de la clientela psiquiátrica lo forman personas víctimas de
«reacciones vivenciales anormales», o neurosis. En esencia son formas
inadecuadas de reacción que se han hecho crónicas. Los síntomas neuróticos se
pueden basar en reacciones que son normales en determinadas circunstancias; lo
patológico es su intensidad y su fijación, que las hacen aparecer
reiteradamente, perturbando al enfermo, quien suele percatarse del carácter
anormal de sus síntomas y desea suprimirlos. Es una de las diferencias con el
psicótico que puede estar convencido de que él tiene razón y que son los demás
quienes están equivocados.
También
acuden a la consulta psiquiátrica personas con problemas de conducta no
estrictamente psicopatológicos, como matrimonios con conflictos que se percatan
de que reaccionan con una hostilidad mutua desproporcionada, que desean
corregir. Parte de la clientela padece modificaciones de la respuesta a los
estímulos instintivos, como la frigidez o el masoquismo en el terreno del
instinto sexual, o la anorexia mental o la bulimia en el del instinto de la
alimentación.
La
enorme variedad de problemas ha obligado a los psiquiatras a subespecializarse,
y hay expertos en «terapia de pareja», otros lo son en terapia de adolescentes,
o en psiquiatría infantil, en «técnicas conductistas» o de «modificación de la
conducta», en psicoanálisis, en «dinámica de grupo», en «rehabilitación de
drogadictos», en «descondicionamiento de la angustia», en tratamientos
psicofarmacológicos, etc.
La
respuesta a ¿cuándo hay que acudir al psiquiatra? Está en dos claves: una es la
intensidad de los síntomas. Cuando son perturbadores para el bienestar del
paciente o para su pleno rendimiento personal, familiar o social se debe buscar
ayuda técnica. La otra clave está en que esos síntomas, aún no perturbadores,
sean indicio del comienzo de una enfermedad que va a cursar con gravedad
progresiva si no se corta a tiempo. El interesado se percata de la primera
clave (la perturbación de su bienestar) pero no puede adivinar la segunda (el
indicio de gravedad futura). Ante la sospecha de cualquier variación del
psiquismo, de la estabilidad emocional o de la conducta, lo prudente es exponer
el caso al médico de cabecera y él asesorará sobre la necesidad de consultar
con el psiquiatra, o con el experto en alguna de las modalidades de
subespecialización que hemos mencionado.
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